Ya no habremos de recostarnos
Nos pintaremos
Ningún óleo puede tener tanto
de Pornografía sentimental
-fragmento-
“...Estoy acostado en mi cama, en mi quinto piso, y mi día que nadie interrumpe es como un reloj sin manillas. Igual que una cosa mucho tiempo perdida, se vuelve a encontrar una mañana en su sitio, cuidada y buena, casi más nueva que el día de la pérdida, como si hubiese estado confiada al cuidado de alguien, igualmente se encuentran dispersas sobre la colcha de mi cama cosas perdidas de mi infancia y que son como nuevas. Todos los miedos olvidados están aquí de nuevo.
El miedo de que un hilito de lana que sale del dobladillo de la colcha sea duro, duro y agudo como una aguja de acero; el miedo de que este botón pequeño de mi camisa de noche sea más grande que mi cabeza, más grande y más pesado; el miedo de que esta miguita de pan sea de vidrio cuando toque el suelo y se quiebre, y la inquietud pesada de que al mismo tiempo se rompa todo, que se rompa todo para siempre; el miedo de que ese borde desgarrado de una carta abierta sea un objeto prohibido, un objeto indeciblemente precioso para el que ningún lugar de la habitación sea bastante seguro; el miedo de tragar, si me dormía, el trozo de carbón que está ahí ante la estufa; el miedo de que una cifra cualquiera pueda empezar a crecer en mi cerebro hasta que no quede en mí sitio para ella; el miedo de que mi cama sea de granito, de granito gris; el miedo de gritar y que acudan a mi puerta y que terminen derribándola; el miedo de traicionarme y de decir todo de lo que tengo miedo, y el miedo de no poder decir nada, porque todo es indecible, y los otros miedos..., los miedos.
He rezado para volver a encontrar mi infancia, y ha vuelto, y siento que aún está dura como antes, y que no me ha servido de nada envejecer...”
Reiner Maria Rilke
de: Cuadernos de Malte Laurids Brigge,
1910.
Créanme, hay un lugar donde no podemos ya acudir, pero estuvimos a salvo. Lo pienso ahora escuchando ese disco de The Cardigans que tenía olvidado y que recordé en pleno viaje a mi pueblo: había mucho campo alrededor y las vacas eran oscuras como la noche.
Hay un sitio, decía, que es como ese campo y esas vaquitas camufladas en la sombra. Un sitio indiviso y a salvo de esta intemperie de contrastes. No ocurrió nunca del todo, pero está en el recuerdo, como recuerdo a secas. Quiero decir, como plena sensación, que es la forma inconsciente y verdadera que cobra el recuerdo. No sabemos dónde se gestó ni de dónde viene, pero existe. A lo sumo, podemos encontrar algún color en una foto vieja, un detalle pequeño en esa foto, que lo atestigüe. O un olor. El mío es el del mármol de la casa de tía Martita. Los departamentos de escalera construidos alrededor de 1950, suelen tenerlo. Nunca pude alquilar uno.
Hay un sitio, decía, que es el suelo de ese recuerdo sensacional, en el sentido más literal de la palabra. Y ese recuerdo se forja cuando aún no aprendimos a recordar. Esa patria donde podemos guarecernos del mundo se forjó cuando aún no sabíamos qué cosa era el mundo. Una canción antes de la música. Sin contrastes. El afuera formaba parte del adentro. Fuimos ser en el mundo y el mundo era en nosotros: criaturas felices antes, incluso, que la felicidad.
Me recuerdo festejando una primavera con mi hermano, en el patio de casa. Había sándwichs y un paquete de galletitas dulces. Se llamaban palmeritas. Pero no eran como las palmeritas que conocemos. Eran más secas y planas. Lo lindo de comerlas era hacerlo en espiral. No las encontré más, supongo que ya no se fabrican. Si ahora viera una, por ejemplo, sería como el olor de la casa de la tía Martita, o la malla enteriza fucsia de la foto vieja. Y vendría la sensación entera, como si los fragmentos existieran sólo para que podamos experimentar ese recuerdo enorme, sensación pura.